jueves, 12 de marzo de 2020

Las palomas




(Por Enrique Pfaab)

Abre los ojos. El cielorraso tiene manchas de humedad que, boca arriba, se ven claramente.

Siente el colchón mojado. Se ha vuelto a mear. ¡La gransiete carajo! Recuerda que en algún momento de la noche lo sintió. Sintió que debía levantarse e ir a mear, pero no logró despertarse totalmente o no quiso hacerlo. Desde hace más de dos meses, quizás tres, le dan ganas de mear a cada rato. El médico del PAMI le dio unas pastillitas y le dijo que tenía que hacerse unos estudios, pero se olvida de tomarlas y detesta hacer colas eternas para conseguir turno para los estudios.

El cielorraso tiene manchas. Parece un mapa sepia. Hace un rato que lo mira tirado en la cama, boca arriba. Son las 6 de la mañana y nada lo apura. Nadie lo apura. Recién está aclarando y una luz tenue se cuela en el departamento por el ventanal que da al noreste, al río.

Hace ya un tiempo que le cuesta levantarse. Siempre le duelen los huesos y a la mañana, más. ¿Cuántos huesos habrá en el cuerpo? ¿Cien, doscientos… más de quinientos? A él le duelen todos. Para colmo en su metro 95 de estatura hay huesos larguísimos, dolores larguísimos. Después de los 40 siempre le ha dolido alguno, especialmente esos chiquitos de los pies y tiene pies enormes. Calza 48.

No tiene muchas energías últimamente. También por eso le cuesta levantarse. Está muy flaco: ochenta kilos para un metro 95 son muy pocos. Siempre fue flaco: su peso nunca fue mucho más de 90, pero eran 90 kilos firmes, fibrosos y potentes. Ahora son 80, blandos, fofos. Hace tiempo que viene comiendo poco. Ya casi no tiene hambre. Apenas se sienta a la mesa una vez al día, casi siempre cuando comienza a anochecer, a comer pan, algo de fiambre y algunas frutas secas, pero no más que eso. Hace mucho que no cocina. ¿Para qué lo haría si está solo?

Y porque está solo es que decidió pasar su cama al living-comedor del departamento y cerrar el dormitorio, clausurarlo. Ahora tiene todo lo que necesita en un solo ambiente y el baño está más cerca. Pero hay algo que no pensó cuando hizo eso: el living comedor tiene una moquet verde, bastante gastada. Primero sus meadas de las noches impregnaron el colchón. Ahora las meadas ya han mojado la alfombra y el olor es inmundo. Ahí, tendido en la cama y mientras mira las manchas del cielorraso, ya casi no lo percibe. En cambio lo nota, fuerte y penetrante, cuando regresa de comprar pan o alimento para los pájaros. Gasta más en alimentar a esos bichos que en comida para él. 
Ahora, cuando apenas está levantándose el sol, se comienzan a amontonar en el balcón del departamento a pedir su desayuno. La mayoría son palomas, grises y sucias, pero a veces aparecen también algunos gorriones.

Ahora, meado y sin que nada lo apure, piensa en que debe levantarse para darles de comer a los pájaros. Corre la manta y baja los pies, lentamente. A los 78 el cuerpo es lento. Es absurdo: él es lento, mientras los días parecen licuarse y desaparecen en un instante.

Los pies siempre le quedaron lejos. Los altos deben acostumbrarse a vivir con algunas dificultades que los demás no entienden: los pies siempre están muy lejos y es inevitable moverlos con cierta lentitud y alguna torpeza, como una marioneta.

Tira a un costado los calzones mojados y se pone, sin calzoncillos, un pantalón seco, mugriento, pero seco. Se para y camina titubeante. En el trayecto de la cama mojada a la cocina puede repasar toda su vida.

Junto a la biblioteca está el diploma.  La fecha dice 1905 y tiene el escudo imperial de Francisco José I, emperador de Austria y rey de Hungría y Bohemia. El papel declara: “Mejor jardinero de Viena” a su padre, Franz.  No tiene muchos recuerdos de él porque murió de tuberculosis cuando era todavía joven. Había llegado a Buenos Aires promediando la Gran Guerra, después de vivir un tiempo en África y Brasil, y lo recuerda arqueado entre las plantas. La imagen más clara que conserva de su padre es la de su espalda.

De su madre, Rosa, tiene muchos más recuerdos, aunque siempre se ha esforzado por no tener ninguno. Ese reloj cucú colgado en la pared, junto a la mesa colapsada de vasos sucios, restos de pan duro, papeles y cosas que no han cabido en los estantes, era de su madre. Es su madre, omnipresente. 

Sabe –porque lo recuerda– que ese reloj llegó de Alemania al finalizar la Segunda Guerra y que fue por agradecimiento. Ella les mandaba periódicamente ropa y algunos víveres a sus familiares del Bajo Kirchberg, en el estado federado de Sajonia.

No tiene memoria de su medio hermano mayor, ese que vino de Alemania con Rosa y que regresó a Europa para alistarse en las tropas del Tercer Reich. Su madre nunca le habló de él. Mucho después supo que había nacido en Holanda en el ‘18 y que murió en el ‘43 en territorio ruso, cuando fue derribado el avión en el que lo transportaban. Para él, la hermana mayor siempre fue Rosa –Rosa como su madre– que, influida por la tradición familiar, tuvo un único trabajo, el de dependiente en una florería.

De su madre, los recuerdos más fuertes son el de los azotes y su eterno malhumor, su reproche eterno por no ser el hijo que deseaba, por parecerse tanto a su padre.

Cuando pudo –apenas cumplió los 18 y después de haber ahorrado unas monedas ejerciendo los rudimentos del oficio que le había alcanzado a transmitir su padre– se fue de su casa y empezó a andar sin rumbo fijo.

Cada mañana, la cocina parece estar más lejos. Arrastra los pies a medio calzar con unas sandalias franciscanas que le hace a medida un zapatero remendón. Hace tiempo que se siente inseguro al caminar y busca apoyarse en algo, una pared, un hombro… si hubiera. No quiere usar bastón.

En el balcón, las palomas ya son más de treinta. Revolotean nerviosas, y el arrullo colectivo y hambriento aturde.

Llega y prende una hornalla - lograrlo le lleva tres fósforos–, carga la pava con agua, vacía el mate en la pileta, porque el tacho de la basura está repleto desde hace varios días. La yerba está dura y mohosa dentro del mate, apelmazada, y escarba muchas veces con la bombilla para poder sacarla.

Arriba de la mesada una bolsa de alimento para aves sobresale en el caos absoluto. En un plato sucio carga cuatro puñados. Debe darles de comer a las palomas. Cada vez hay más en el balcón y muchas ya golpean el ventanal cuando aletean, peleándose para conseguir mejor lugar.

Los pájaros siempre llamaron su atención. Fue una de las cosas que más le atrajeron siempre.  Cuando juntó un poco de ropa y algunos trastos, y se fue de mochilero al sur –a los 18– ver pájaros nuevos era una de las razones que lo movían. La otra, la más importante, fue su madre. En ese momento, no imaginó que su viaje no terminaría jamás, que sería una búsqueda sin hallazgo.

Había visto los lagos en alguna foto. Además, decían que por allá había algunas comunidades alemanas y él había aprendido a hablar alemán antes que castellano, que recién cuando ingresó a la primaria había tenido que comenzar a hablarlo. Le había costado mucho. Todavía ahora pensaba en alemán.

Agarró el plato con el alimento de los pájaros y comenzó a arrastrar los pies camino al balcón. Eran seis o siete metros, no más, pero esta mañana parecía una distancia mayor. Todo quedaba cada vez más lejos, día tras día.

Las palomas ya eran muchas, quizás cincuenta o más. Los arrullos parecían graznidos y el aleteo masivo inundaba el departamento de un ruido que aturdía y anulaba cualquier otro, pero estaba acostumbrado. Entreabría el ventanal corredizo, tiraba un puñado y se quedaba mirándolas detrás del vidrio. Después hacía un par de veces la misma operación y cerraba. Las palomas se iban apenas se había terminado el alimento y regresaban recién al amanecer del día siguiente.

Llega al ventanal, lo abre y cumple con el rito: un puñado, dos puñados, tres puñados y recuerda la pava en el fuego. Jamás ha tomado mate con agua hervida. Detesta que hierva, tener que tirarla y calentar agua otra vez. Quizás es porque vivió casi toda su vida con cocina a leña o con fogón y la mateada se retrasaba bastante con ese trámite.

Trata de apurarse para apagar la hornalla. Las sandalias franciscanas a medio poner comienzan a arrastrase con más rapidez en la moquet gastada. Nada se arrastra bien sobre una alfombra y el pie izquierdo no puede seguir el ritmo.

Desde el suelo, el departamento se ve más ordenado. Quizás es solo una impresión, porque solo alcanza a ver un sector. La luz ha cambiado y ya no parece la del amanecer. Más bien esa penumbra parece la de la caída del sol. Casi lo confirma porque el brazo derecho, el que le ha quedado debajo del cuerpo, está totalmente adormecido por el tiempo que lleva inmóvil.

Recordó el adormecimiento provocado por el frío. La primera vez que lo sintió fue cuando era parte de la cuadrilla que traía los rollizos de cipreses, lengas y algunos raulíes en jangadas por el lago Lacar, su primer trabajo en el sur. Dos o tres cuadrillas de hacheros talaban el monte al fondo del lago, al oeste, en plena cordillera, cerca del límite con Chile. Con algunas yuntas de bueyes los arrastraban hasta el lago, después los ataban entre sí con sogas y cadenas, le improvisaban dos mástiles con dos cipreses jóvenes, tendían unas lonas entre ellos y dejaban que el viento predominante del oeste empujara todo hacia la costa de San Martín de los Andes, al este. Él y otros dos –baqueanos chilenos como casi todos y que fueron sus dos primeros amigos sureños– viajaban sobre la jangada vigilando las ataduras y el curso. Solo había dos riesgos: que el lago se encrespara y desarmara todo o que el viento comenzara a soplar del noroeste y arrojara troncos y hombres sobre la costa del Quila Quina. En mayo, cuando comenzó a trabajar allí, el agua del Lacar –naturalmente fría– ya se sentía helada y las manos se adormecían cuando revisaba las ataduras que quedaban sumergidas.

El plato ha quedado a tres metros de él, contra la puerta de entrada al departamento, y el último puñado de alimento para las palomas se ha desparramado por todos lados.

Tiene la cabeza girada hacia la derecha, apoyada en la alfombra. Casi se siente cómodo. Piensa en tratar de moverse, en intentar pararse, pero esa posición en la que ha quedado no le molesta. Más aún, no quiere modificarla.

Comienza a sentir esa modorra agradable que llega antes del sueño, ese sueño que la mayoría de las noches le cuesta conciliar, y prefiere quedarse así, quieto. Quizás más tarde se levante, cuando llegue alguno de sus hijos.

A Mercedes, su mujer, la había conocido una de las pocas veces que había regresado a la casa familiar. Ella trabajaba con su hermana Rosa en la florería. Era una muchacha alegre, de pelo castaño ensortijado. Se atrajeron apenas se vieron. El noviazgo fue breve y aunque le costó convencerla para que se fuera con él al sur, la convenció.

Se casaron sin fiesta. Para ese entonces él ya vivía a orillas de otro lago, más al sur aún, y trabajaba de jardinero como su padre. Había establecido buena relación con una familia adinerada de Buenos Aires que iba los inviernos a esquiar. Le habían dado la casa del cuidador y ese era un buen lugar para iniciar un hogar. Ese podría haber sido un buen destino, un buen hallazgo para su búsqueda, pero no fue así. Su mal carácter, ese que quizás haya heredado de su madre o tal vez haya sido sembrado por ella, no lo permitió. Desde el casamiento y durante los siguientes cinco años, cambió varias veces de trabajo, de actividad y de vivienda. Tuvieron dos hijos: el primero llegó pronto, a los once meses de convivencia; el segundo, a los cuatro años. Fueron dos varones.

Lo despierta el aletear de las palomas en el balcón. Está clareando. Piensa que debe darles de comer, pero siente una somnolencia agradable y sería bueno quedarse así, quieto. Quizás podría dormir un poco más.

Con Mercedes habían tenido una relación compleja. Los vaivenes económicos habían afectado el matrimonio. Si bien la jardinería era el oficio que le daba ingresos seguros, renegaba de él y deseaba otra cosa: poner una hostería, un bar, algo con lo que se pudiera aprovechar el turismo. Hicieron varios intentos y todos terminaron en fracaso y en deudas. Para colmo, ella tenía una salud débil y se enfermaba con frecuencia. El segundo embarazo se llevó sus últimas defensas y cuando el bebé cumplió ocho meses, murió. De un momento para otro murió, sin que nadie pudiera decir exactamente qué había ocurrido. Murió en un hospital y él se despidió de ella allí mismo e hizo los trámites para que enviaran el cuerpo a su familia. Se quedó con los niños, ayudado por la mujer de una familia chilena. Después, con el financiamiento de un patrón, consiguió comprar un terreno y hacerse una cabañita, más parecida a un ranchito. Sus sueños de empresario cayeron en el olvido y aceptó la jardinería como sustento. Armó un precario vivero en el terreno y les vendía esas plantas a los mismos que lo contrataban como jardinero. Recordaba con cariño una madreselva que no había podido vender, que se trepó a uno de los cipreses y cuando florecía inundaba todo con un perfume dulce e intenso.

Sus hijos, al cumplir los 18, se fueron de la casa. Como él, cuando se fue de casa de su madre. Con ninguno tuvo buena relación. Ahora viven lejos.

Despierta. El departamento está en penumbras. La poca luz es la que llega desde la calle. Le cuesta entender dónde está. No siente el cuerpo. Tampoco le duelen los huesos y piensa que eso es bueno.

Ese departamento le gusta. Unos cinco años atrás vendió su cabañita y regresó 1.800 kilómetros, cerca del barrio donde se había criado. Compró el departamento con la plata de esa venta. Siente la boca seca. Piensa en que podría tomar unos mates y le parece percibir un aroma dulce e intenso, como el de madreselvas.

Al tercer amanecer una paloma se arriesga a entrar caminando por el ventanal entreabierto. Es la más mansa, la que picoteaba el alimento de la mano del hombre. El ave rodea el cuerpo, inmóvil y frío, y comienza a comer los granos desparramados.

FIN

jueves, 4 de febrero de 2016

El cajón del escritorio



Después de nunca, finalmente tengo un escritorio. Me lo regalaron, antes de dejarlo en la calle para que se lo lleve el botellero. Es de chapa plegada, tiene un vidrio sobre la tapa y dos cajones con sus respectivas cerraduras que no funcionan.

Es difícil saber el año en que fue nuevo. Puede ser de los 50. Es el típico escritorio de repartición pública. Quizás un banco, la dirección de una escuela, una oficina de Entel o de Obras Sanitarias, un juzgado,… hasta una comisaría.

No tiene marcas o inscripciones que delaten su pasado. Solo una: el cajón derecho está manchado con tinta. Es tinta azul, la de la almohadilla de los sellos. El tipo anterior, el que alguna vez se sentó aquí mismo y que seguramente estará muerto, guardó alguna vez en el cajón los sellos y la almohadilla.

Casi lo veo. Era pelado, usaba casi siempre una camisa celeste, con corbata azul, a rayas y bien ancha. Las camisas se las regalaba su esposa, una para el cumpleaños y otra para Navidad, y la corbata se la regalaba su suegra, siempre azules y a rayas. Miraba por arriba de los lentes de leer y resoplaba, cada vez que revisaba los papeles que le traía otro tipo casi igual que él, para que los firmara y les pusiera el sello.

En realidad, tenía dos sellos. Uno decía APROBADO y el otro RECHAZADO. El primero estaba casi nuevo, apenas manchado con tinta. Al otro ya lo habían tenido que renovar varias veces.
Abajo del vidrio del escritorio, el tipo había puesto fotos de su familia. Su mujer y sus cuatro hijos. Todos eran gordos y sonrientes.

No importa en qué repartición trabajaba. Era el tipo del escritorio y su trabajo lo podía cumplir en cualquiera. Podía rechazar con igual esmero una conexión de agua como una libertad condicional.

El tipo llegaba a las 8 y se iba a las 14. Puntual como nadie. Jamás faltaba. Era un tipo modelo.

De tanto revisar el escritorio, encontré un papelito encajado en una rendija del cajón izquierdo. El papel ya estaba amarillo. Tenía una inscripción en lápiz, ya bastante borrosa por el paso del tiempo.
Solo dos palabras tenía el papelito, escritas en mayúscula. Simples. Contundentes.

“PELADO PUTO”

miércoles, 27 de enero de 2016

Foreman mira al cielo




Los recuerdos son maravillosos. Son mucho mejores que la realidad. Esta foto estuvo pegada en la cabecera de mi cama durante los últimos años de mi infancia y bastantes de mi adolescencia, digamos entre los 11 y los 17. Es una foto muy buena, pero yo la recordaba mejor aún.
En la foto de mi recuerdo George Foreman está tirado exactamente en el centro del ring, casi colocado allí con precisión geométrica. Mira al cielo, aturdido, con los brazos abiertos. 
Muhammad Alí está elegantemente parado en el rincón neutral y se puede sospechar que sonríe e insulta.
El árbitro no aparece en la escena, aunque ahora me doy cuenta que eso es imposible. No aparece y no la ensucia. En el ring del recuerdo de esa foto, de esa madrugada del 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, en Zaire, el árbitro no aparece.
Alí ha conseguido lo que quería: vengarse del gobierno estadounidense que lo metió preso por negarse a combatir en Vietnam, le quitó el título y le prohibió pelear.
Yo recuerdo la foto. Estuvo pegada en la cabecera de mi cama, en un tabique de cartón prensado que separaba burdamente la única habitación en donde dormíamos mi hermano, mi viejo y yo, del único otro ambiente que era todo lo demás.
Foreman miraba al cielo, pero desde mi cabecera miraba a mi rudimentaria biblioteca, que era mi puerta al resto del mundo.
Foreman escuchaba la cuenta de 10 del árbitro, que yo borré de mi recuerdo. Fue lenta la cuenta, duró años. El árbitro imaginario recién gritó “¡out!”, cuando yo me fui de casa, para siempre.

La vida en una cuadra



Hace un par de meses me mudé a un departamento, que queda en un primer piso. La cuadra en donde está, tiene de todo. Es una cuadra más larga de lo normal, de unos 130 metros.

La calle tiene mucho tráfico, las veredas árboles grandes y la gente pasa sin mirar hacia arriba. El arriba no existe para nadie. El mundo termina a la altura de la frente. No había notado eso, hasta ahora.

En mi cuadra hay de todo, para vivir. En una esquina hay una peluquería y en la otra una funeraria. Entre medio hay un almacén, una casa de tejidos de bebés, una dietética, un centro médico en donde hacen radiografías y ecografías… En la vereda de enfrente hay otro almacén, un centro de diálisis, una agencia de quiniela…

Mi cuadra tiene de todo. Uno puede vivir acá, sin salir a ninguna parte.

Solo hay que tener cuidado e ingresar a cada negocio en el orden que corresponde. 

jueves, 14 de enero de 2016

La terraza


El lugar donde vivo no tiene muchas virtudes. En realidad, no tiene mucho de nada. Lo que si tiene, es una terraza.
No es una terraza preparada para serlo. Más bien es un techo plano, donde no hay casi nada. Apenas el tanque de agua y un tendedero en donde solo se puede colgar la ropa que uno pretende regalarle a los perros del vecino. Por allí arriba, siempre hay viento. Fuerte, más o menos fuerte o, como mínimo, una brisa intensa que arranca las sábanas, las camisas y hasta los calzones. Apenas las medias resisten. Desde que vivo acá, tengo muchas medias y poca ropa.
Es un departamento solitario en un primer piso, arriba de un local vacío. Por eso, la terraza está bien alto, más por arriba que casi todo el resto de la ciudad. Apenas la superan algunos edificios lejanos, el campanario sin campanas de la Municipalidad y el mástil de la plaza.
Pero ahí donde se la ve, tan modestita y sin barandas ni nada, la terraza es lo mejor que tiene este lugar. Es el mejor lugar que he conocido en los últimos años. Pero no siempre. Es el mejor lugar cuando cae el sol, cuando ya es de noche. Antes, el sol revienta la piel.
Pero cuando oscurece, todo cambia. Siempre está fresco. Siempre hay una brisa, por lo general del sudeste, que cruza la terraza y renueva.
Pero eso no es lo mejor de la terraza. Allí arriba, los ruidos de la ciudad ya casi no se escuchan y las luces artificiales ya no molestan. Entonces, el cielo es más oscuro y las estrellas mucho más brillantes.
La primera vez que subí ahí de noche, me impactó. Más aún: me llevó al pasado, a otros cielos similares.
Y, a pesar de que los creía ya olvidados, se acomodaron instantáneamente en el cielo de mi terraza.
Sin pensarlo, supe hacia dónde mirar para buscar la Cruz del Sur, las Tres Marías y hacía dónde para ver todavía a Venus, que quería acostarse en la cordillera.
Y recordé tres cielos.
Uno, el de mis años niños, en mi tierra. Allá, en medio del monte, en donde estaba la casa de mi viejo. No hay otro cielo más estrellado que ese. Ninguno, en ninguna parte.
El otro cielo es el que vi cuando tenía (creo) unos 19 años. Yo corría en medio de la noche, por la ruta, entre Carmen de Patagones y Viedma. No había nada ni nadie. Solo yo corriendo, dejado de un tremendo cielo estrellado. No recuerdo haberme sentido así nunca más. Perdí la noción del tiempo, del lugar, del cansancio, del destino. Algún día contaré que así allí, esa noche, corriendo. Esa es otra historia.
El tercer cielo fue el de una noche en Neuquén. En un banco de una plazoleta que quedaba junto a la terminal de ómnibus vieja, de la ciudad capital. La última vez que pasé por Neuquén me causó una gran desolación ver que ya el banco no estaba, ni la plazoleta, ni la terminal. La de aquel cielo estrellado fue la misma sensación de inmensidad, aunque quizás esa noche la inmensidad tenía otros condimentos. Creo que yo tenía unos 32 años.
En mi terraza, en este modesto espacio sin firuletes, encontré mis otros tres cielos la primera vez que subí.
Desde ese momento, subo todas las noches. A veces me quedó un rato larguísimo y otras solo un instante.
No hay nada especial allí. Apenas un cielo estrellado, con la Cruz del Sur y las Tres Marías y mis otros tres cielos.
Es una zoncera. No me hagan caso. Quizás solo supo a la terraza a esperar que pase un pelado por la vereda y gritarle alguna cosa, sin que me vea.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Don Tito


Creo que fue (más o menos) en el 85. Don Tito era un hijo de polacos, más polaco que argentino. Vivía en algún lado de la zona norte del Gran Buenos Aires. Se tomaba el tren Retiro / Tigre. Creo que se bajaba en alguna estación de la mitad de recorrido, que bien podría ser Acassuso, quizás Martínez.

Era el encargado diurno de un lugar concheto de Recoleta de la calle Quintana, que en una vereda tenía un restaurante, en el subsuelo un boliche y en la vereda de enfrente una especie de pub exclusivo, en donde van los que tienen plata a gastar su plata. La empresa tenía ese lugar y otro igual en Punta del Este.

Don Tito era una especie de capataz que le ordenaba a los peones de maestranza y de mantenimiento  lo que debían hacer, para acondicionar ese complejo, que solo abría de noche.

En ese tiempo Don Tito debe haber tenido entre 55 y 60 años, pero parecía más grande. Tenía un poco de sobrepeso y su salud era inestable. Tenía problemas de presión y esas cosas y tomaba varias pastillas.

Era un tipo bueno. Era amable, muy atento a lo que decían sus patrones y, como la mayoría de los voluntariosos incondicionales, solía cometer el pecado de los chupamedias y los delatores. Pero, aún así y con su “tropa”, intentaba que nadie perdiera el trabajo.

Un mozo que trabajaba allí por la noche, me recomendó para cubrir un puesto vacante en mantenimiento. Así conocí a Tito.

Nunca fui un técnico ni nada, pero siempre he tenido la virtud de encontrar formas prácticas para resolver problemas complejos y esa fue lo único que me permitía hacer mi trabajo con cierta dignidad.

No éramos un grupo grande de trabajadores. No más de 15. La mayoría eran paraguayos y peruanos. Buena gente. Pero ninguno quería a Don Tito. Para todos era el jefe y, como corresponde, al jefe había que odiarlo.

A mi Don Tito me buscaba para hablar. Me contaba de sus padres, de sus orígenes, de su historia y le resultaba interesante mi capacidad para improvisar soluciones.

La mañana de cierto día de diciembre, cuando comienzan las reuniones familiares o entre amigos para despedir el año, cuando llegué al trabajo encontré a Don Tito en un estado calamitoso. Parecía estar totalmente borracho. Con mucho esfuerzo, pudo contarme que no había tomado mucho, pero había mezclado sus medicamentos con alcohol.

Lo ayudé a caminar hasta un sofá que había en el pub e hice que se acostara. Mis compañeros, aprovechando que estaba casi desmayado e indefenso, comenzaron a descargar la bronca contra el jefe. Le llenaron la cara de mayonesa, le sacaron y tiraron los zapatos a la basura y cosas como esa.

No sé por qué. A mi Don Tito me daba pena. Me parecía que su sumisión hacia los patrones era producto de su miedo a quedarse sin trabajo y a no poder conseguir otro, debido a su edad y su salud delicada.

Comencé buscar teléfonos de la familia del Tito y a avisar que el viejo debía ser llevado a su casa o a donde fuera. Como a mediodía, alguien lo vino a buscar. Estuvo unos cuatro días de licencia y, cuando regresó, no recordaba nada de lo que había ocurrido. Yo tampoco se lo conté.

Pero un tiempo después, sin saberlo, Don Tito me devolvió el favor. Yo había un arreglo bastante original en un balcón del pub, que había quedado muy lindo.

Al día siguiente Don Tito, me llamó y me dijo algo que nunca olvidé:
-Estuve con el patrón y me dijo que el trabajo que hiciste había quedado muy bien. Yo le dje que lo habías hecho vos y que eras muy capaz. Y, ¿sabés que me contestó?: “Si fuera tan capaz no trabajaría acá”. ¿Sabés por qué te cuento esto? Porque me gustaría que no le des la razón. Podés hacer muchas mejores cosas en tu vida que trabajar acá-

Yo quedé los siguientes tres días en un estado extraño.  Con una sensación rara.

Al cuarto día renuncié y nunca supe más de Don Tito. 
Se debe haber muerto.

Marta


No sé qué edad tenía. Seguramente debe estar todavía allí, porque tenía el espíritu y el andar de esas mujeres eternas, que no envejecen.
Era muy gorda. Tenía el cabello negro y larguísimo, que le llegaba mucho más allá de donde debía estar la cintura. Y se reía. Siempre y a las carcajadas.
Era de una tribu de Mar del Plata y, unos cantos años antes, había conocido a un taxista porteño y solterón, flaco, canoso y que también reía mucho y fuerte.
Se habían enamorado y, después de intentar llevarse a Marta por las buenas, terminó llevándosela por las malas. Se escaparon. “Me raptó”, decía Marta, y soltaba la risotada. Pero atrás de esa risa había una tristeza enorme. Por haber vulnerado las reglas, por no casarse con un gitano y con acuerdo de su padre, había sido expulsada y, por lo tanto, no podía visitar ni a su madre ni a sus diez hermanos.
No habían podido tener hijos. Llegaron a mi pueblo con algo de dinero y se compraron un terrenito en las afueras, donde se hicieron una casa cómoda y con una línea arquitectónica foránea, que no encajaba en el paisaje.
La conocí cuando Marta fue contratada por unas semanas, para hacer de empelada doméstica en la casa de un magnate que vacacionaba por allí. Yo hacía de peón y, en los ratos libres, le ayudaba a Marta en la cocina y en la limpieza del caserón inmenso. Hablábamos mucho y nos reíamos más.
Era el 86. En ese invierno, en una nevada estúpida y cuando ya había caído la noche, tuve un accidente en la ruta. El Rastrojero derrapó y caí a una barranca de 50 metros. Dio una, tres, cinco vueltas. La noble chata no sirvió más y yo sobreviví de pura casualidad. Salí solo de entre los fierros. Sangrando (todavía tengo las cicatrices en la espalda y en las piernas) subí hasta la ruta y caminé los tres kilómetros hasta la casa de Marta, que me recibió en batón y a los gritos, espantada.
Quince días estuve ahí, mientras Marta me curaba. Juntos vimos a Argentina salir campeón en el Mundial de México.
Después me fui, otra vez, a vivir a alguna otra parte.
A Marta la vi un par de veces más. Siempre gorda, siempre con el cabello larguísimo, siempre riendo.
La recordé hoy, no sé por qué. Quizás ella esté recordando a ese muchacho desorientado y herido que cobijó en su casa.
O, tal vez, haya pensado en ella porque posiblemente detrás de cada risa siempre hay alguna tristeza. Y viceversa.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Morir en Nochebuena

(Ilustración: Juan Pablo Gianello)

La foto de los cazadores, junto a su presa. En la mesa de acero inoxidable de la morgue del Hospital de San Carlos de Bariloche, está el cuerpo desnudo. El forense ya ha hecho su trabajo. El cadáver está totalmente abierto. El informe indicará que tenía ocho heridas de bala: una en el cráneo, tres en el rostro, dos en las piernas y las otras dos en el pecho.

Atrás del cuerpo los cazadores se abrazan, sonríen y posan para la foto. En el centro está el oficial principal de la Policía de Río Negro Daniel Jesús Navarro, que fue quien reunió y organizó el grupo. A cada lado están los ejecutores: el oficial inspector Jorge Saúl Bobadilla, jefe de la cuadrilla, y los suboficiales Héctor Mario Gadea; Ricardo Jesús Chávez; José Luis Antilaf; Alejandro Schmeisser; Osvaldo Raúl Sánchez; Néstor Fabián Millaqueo y José Luis Bobadilla.
Sonríen para la foto, detrás del cadáver desnudo y desguazado de José Pedro “Pedri” Figueroa. Un instante antes, el forense Leonardo Sacomanno realizó el mismo estudio en los cuerpos de Daniel Omar Palma, Florentino Jaramillo Oyarzún y José Oyarzo Navarro.

A Palma el médico le extrajo un proyectil del cráneo y certificó un balazo que le perforó la muñeca izquierda. A Jaramillo Oyarzún le encontró tres balazos en el pecho, que lo traspasaron de lado a lado. Oyarzo Navarro tenía siete balas en el cuerpo: cuatro en el brazo izquierdo, dos en el pecho y una en el abdomen.

Es 25 de diciembre de 1992. Los policías han acribillado a sus cuatro presas unas horas antes, en plena Nochebuena y cuando los petardos se confundían con los disparos, la mayoría hechos a no más de un metro de distancia. Ahora sonríen y quieren una foto que perpetúe el momento. Según ellos, han vengado la muerte del sargento Guillermo Osses, ocurrida cinco días antes cuando intentó evitar un asalto.

La cámara hace clic y el improvisado fotógrafo revela el rollo al día siguiente. Toma la precaución de hacer copias para cada uno de los nueve policías y hace una décima para él. La guarda en un cajón. La guarda durante 12 años hasta que, un día, se la muestra al periodista.
-¿Me la prestás, para publicarla? Quiero escribir algo del caso.
-No. Es mi seguro de vida. Seguirá guardada ahí. Uno nunca sabe lo que puede pasar…
El hombre tiene un temor fundado.

La impunidad

La masacre de Nochebuena quedará impune, después de un juicio declarado nulo y de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación considerara prescripta la causa, en diciembre de 2009. Para justificar el miedo, también hay que contar con las amenazas que recibieron jueces, fiscales y medios de prensa durante los meses que duró la instrucción del expediente 126/93 “Bobadilla, Jorge Saúl y otros s/homicidio en agresión”.

Las decisiones tomadas por el Estado y la Justicia rionegrina han sido contradictorias.

Todos los policías continuaron en funciones. Aún hoy la mayoría de ellos reviste en la fuerza,  aunque conservan la misma jerarquía que en 1992. El 8 de enero de 2014 Jorge Saúl Bobadilla, todavía con su rango de oficial inspector, fue designado jefe del Destacamento Especial de Seguridad Vial de la localidad de Ingeniero Jacobacci, por el Comando Superior de la Policía de Río Negro. La resolución fue refrendada por el gobernador Alberto Edgardo Weretilneck.

La justicia civil reconoció, después de muchos años, la responsabilidad del Estado en la ejecución de los cuatro hombres. Sin embargo la Provincia de Río Negro apeló la sentencia y todavía se niega a pagar la millonaria indemnización a los deudos.

Entre tanto, en septiembre de 2014, el Superior Tribunal de Justicia de Río Negro dejó firme un fallo de la Cámara del Trabajo de Bariloche, que había rechazado una demanda de los policías  Jorge Saúl Bobadilla, José Luis Bobadilla y Héctor Mario Gadea, que pretendían que se les dieran los ascensos que no se les habían otorgado mientras estuvo viva la causa penal y exigían que se les pagaran las diferencias de los sueldos correspondientes. En esencia, la Justicia dice que son hombres culpables, pero que no pudieron ser juzgados.

El hombre que guardó la foto, tiene un fundamento mucho más concreto que justifica su cautela: la falta de condena de la Masacre de Nochebuena, dejó una puerta abierta que la Policía de Río Negro ha seguido utilizando periódicamente.

La noche del 13 de abril de 2000 un grupo de policías hizo una razia en el barrio 34 Hectáreas, en los suburbios de la ciudad de Bariloche, y atacó a balazos a un grupo que bebía cervezas en un baldío. Héctor “Titi” Almonacid murió desangrado por una bala que le perforó una pierna. El sargento Domingo Anticura, supuesto autor del disparo mortal, fue absuelto.

Mucho más cerca, la madrugada del 17 de junio de 2010, una bala policial perforó la cabeza de Diego Bonnefoi, un chico de 15 años. Horas después, una revuelta vecinal provocó una brutal represión y las balas del Estado esta vez mataron a Nicolás Carrasco, de 16 años, y a Sergio Cárdenas, de 28.

De las ocho muertes, de los ocho ajusticiamientos policiales, solo recibió condena el homicidio de Bonnefoi.

La Nochebuena del 92, la noche sin luna de abril de 2000 y las 24 horas del 17 de junio de 2010 marcaron la historia de Bariloche. Desnudaron sus desigualdades y su enfrentamiento social, que resurge con cada mínima crisis. Ya no se puede maquillar esta ciudad como un lugar idílico.

Norma

Norma Gómez tiene 59 años. Es viuda desde hace casi 23 años. Su marido José Oyarzo Navarro murió de siete balazos.

“¿Sabe que es lo que más me duele?, que mis hijos no pudieron cumplir sus sueños. Si no hubieran matado a su padre, seguramente le hubiéramos podido dar la posibilidad de estudiar, de hacer una carrera. Yo sola, trabajando en los hoteles, no pude hacerlo”, dice Norma, que sigue viviendo en la misma casa de la calle Neuquén en donde criaba a Gisell y a Cristian, que eran niños pequeños en el 92.

Es una mujer amable, sencilla, que habla sin rencor pero con una enorme decepción y una profunda tristeza. “Tengo un sabor amargo. La Justicia ha estado ausente y eso, además del caso nuestro, ha dejado abierta una puerta para que la policía siga sintiéndose impune, haga lo que haga”.

Norma ha visto a funcionarios judiciales iniciar su carrera desde el primer escalón y jubilarse como jueces. Ha visto como los 15 cuerpos originales del expediente han pasado de abogado en abogado, sin que ninguno pudiera lograr darle una respuesta. Ha tenido una sentencia civil a favor, que la Provincia de Río Negro se niega a pagarle. Ha caminado casi 23 años por los pasillos de Tribunales y los estudios jurídicos, sin dejarse vencer por las constantes decepciones.

“Si, a veces me siento cansada de tanto ir y venir de papeles. Espero que alguna vez esto tenga un final. Antes quería que alguien se hiciera cargo de lo que pasó, que el Estado pagara por lo que hizo y que el dinero les ayudara a mis hijos a estudiar. Ahora, ya casi no espero nada”.

Los hijos de Norma ya son grandes. Tienen sus vidas encaminadas. Pero la masacre de Nochebuena no ha sido olvidada por nadie. Está presente, todavía. Tanto que, 23 años después, Norma dice: “Te pido que no digas donde trabajan mis hijos. Los pueden mirar mal. Hasta capaz que pierden el trabajo. Esta sociedad es así”. Y tiene razón. A Jorge Saúl Bobadilla la mayoría de los policías rionegrinos lo ven como un héroe, un referente. Una parte de la sociedad barilochense también.

Las dos ciudades

Bariloche está dividida en dos. Siempre lo estuvo, desde sus mismos orígenes. Su fecha de fundación fue resuelta por decreto del Poder Ejecutivo Nacional, que la fijó el 3 de mayo de 1902. El “San Carlos” se incorporó para reconocer a uno de los primeros comerciantes, Carlos Widerhold. El “Bariloche”, es una deformación de una voz nativa. Estas tres cosas, ya desconocen voluntariamente que estas eran tierras mapuches. Toda la historia oficial está contada desde la llegada del hombre blanco, del huinca, y deja olvidado todo lo anterior e ignora las masacres cometidas en la zona en nombre de la civilización, de la “Suiza argentina”.

En 1992 Bariloche  tenía poco más de 80.000 habitantes y se dividía entre patrones y empleados. Hasta en la geografía de la ciudad se marcaba (hoy ocurre lo mismo) la diferencia de clases: una ciudad rica y bella cerca del lago y los trabajadores y el pobrerío ocultos en la zona alta. Así se llama a los barrios periféricos: El Alto. Allí ocurrieron los hechos.

El sargento

En Bariloche las noches siempre son frías o, como mínimo, frescas. La del 20 de diciembre de 1992 no era la excepción.
A las 20, todavía quedaba un resabio del día, una penumbra, antes que el sol se acostara detrás del cerro Tronador.

En un barrio del Alto, alguien aprovechaba esa letanía para robar una camioneta que estaba estacionada en una calle poco transitada. Era una Ford F 100 verde claro. La chapa patente todavía llevaba la letra R de la provincia en donde estaba registrada y seis números: 001565.

El hecho no hubiera merecido ni un solo párrafo en las páginas de policiales, si no fuera porque fue el comienzo del hecho más salvaje ocurrido en la historia de la ciudad.

Nunca se supo quien la robó y por dónde circuló en las horas posteriores. Lo que sí se comprobó es que cerca de las 4.30 de la madrugada del 21, la F 100 ingresó al predio donde estaban los talleres y la las oficinas de la compañía Tres de Mayo, la empresa de transporte público de pasajeros local, ubicados en la esquina de Palacios y Hermite, del Alto barilochense.

La fiscalía dijo después que en la camioneta “había entre 6 y 10 personas, todos hombres, probablemente jóvenes”.
Estaban armados y, sin grandes problemas, redujeron a los empleados que lavaban los colectivos, algún administrativo rezagado y un par de choferes que esperaban tomar el primer turno de la mañana.

El custodio de la empresa era el sargento de la Policía de Río Negro Guillermo Osses, que normalmente cumplía servicios adicionales allí para llevar algún dinero extra a su casa.

Tenía 36 años y, unos minutos antes que llegara la camioneta, había concluido su turno y se iba caminando hacia su casa. Seguramente el grupo de la F 100 había esperado verlo salir pero, cuando ingresaron al playón, Osses todavía estaba a no más de 100 metros del lugar y observó el movimiento.

“Osses ya había cumplido con su trabajo. Perfectamente hubiera podido seguir su camino, pero evidentemente era un hombre responsable y regresó”, recuerda el periodista de Policiales Serafín Santos, hoy  jubilado, que fue uno de los que más de cerca siguió el caso.

La banda tenía un objetivo bien claro. Pretendía cargar en la camioneta la caja de seguridad de la empresa, que contenía gran parte de la recaudación del día 20.

El sargento Osses no tenía ningún equipo de comunicación que le permitiera pedir apoyo. Reingresó solo al playón de la Tres de Mayo. Algún testigo diría más tarde que alcanzó a dar la voz de alto y a identificarse como policía. Incluso se estima que desenfundó el arma y efectuó algún disparo al aire. La respuesta que obtuvo fue la de ocho balazos. Todos lo impactaron por debajo de la cintura.

Los integrantes de la banda supieron que ya era tarde. Que los estampidos seguramente habían alertado al barrio y que alguien llamaría a la policía. Entonces, decidieron abortar el plan y escapar sin llevarse nada.

El sargento Osses fue trasladado al Hospital Zonal y falleció a las 13.45 de ese mismo día, cuando ya la gran mayoría de los efectivos policiales de la Unidad Regional IIIa., están abocados de lleno a tratar de identificar y detener a la banda.

La causa recayó en el Juzgado de Instrucción en lo Penal Nº 4, a cargo del doctor Fernando Bajos. La forma en que llevó el caso, le costaría la carrera.

El secretario de Bajos era Ricardo Calcagno, hoy juez de Instrucción. El fiscal era Héctor Leguizamón Pondal, actualmente juez de Cámara. La subcomisaría 77ª (luego Unidad 28va.) estaba bajo las ordenes del subcomisario Hugo Vera, que años después fue funcionario de la Municipalidad de General Roca cuando la intendencia estaba a cargo del extinto gobernador de Río Negro y ex jefe de la SIDE, Carlos Soria. El segundo jefe de la subcomisaría 77ª, era el oficial principal Daniel Jesús Navarro, que luego fue jefe de Investigaciones.

La cacería

Sin orden formal del juez Bajos, incluso sin su pleno conocimiento, el oficial Navarro decidió, con la venia de sus superiores, formar un grupo de policías que se dedicara exclusivamente a buscar a la banda. Los seleccionó con cuidado. Eran policías considerados “bravos”. En un acta interna Navarro dejó su firma estampada, designando al oficial inspector Jorge Saúl Bobadilla como cabeza de ese grupo de 8 policías.

Desde la tarde del 21 y hasta el 23, se realizaron distintos operativos, varios de los cuales fueron simples razias.
En ellos se detuvo a Pablo Martín Figueroa, Juan Javier Figueroa, Oscar Horacio “Chivo” Báez y a  José Andrés Otarola. Pero el grupo de Bobadilla tenía más nombres en su lista. Pedro “Pedri” Figueroa, Daniel “El Visco” Palma y un tal “Chachi” figuraban en ella.

Miriam

El grupo de Bobadilla trabajó intensamente esos días. El 24 de diciembre creían estar cerca de detener a quienes todavía faltaban de la lista.

Algunos, incluso dentro de la misma fuerza policial, ya advertían que podía concretarse una venganza por la muerte de Osses, pero nadie le prestó atención a ese alerta o prefirieron dejar que se produzca.

En la tarde del 24 de diciembre una mujer joven entró a la subcomisaría 77ª. Era Miriam Medina. No fue allí porque sí. Bobadilla y sus hombres la habían entrevistado varias veces, la habían hostigado para que les diera una pista. Sabían que tenía una relación amorosa con el Pedri Figueroa y presumían que sabía dónde estaba.

En la subcomisaría Miriam Medina, acompañada por una amiga, se entrevistó con Bobadilla. Supuestamente les aporta un dato clave, a cambio de que no mataran al Pedri.

La propia Medina (según algunos) o su amiga (según otros) le contó a Bobadilla que esa noche Figueroa y el resto del grupo iría a su casa para despedirse. Querían dejar la ciudad, aprovechando que supuestamente los controles policiales estarían menos atentos por la Nochebuena. Figueroa quería viajar a Neuquén o el Alto Valle del Río Negro.

Bobadilla organizó el operativo inmediatamente, sin dar aviso al juez Bajos que, según costa en la causa, a las 19 del 24 dejó Bariloche para pasar las fiestas en otro lugar. Tampoco dio aviso a sus superiores, aunque otras versiones sostienen lo contrario.

La emboscada

El oficial inspector Bobadilla reunió en la subcomisaría a sus hombres y los puso al tanto de la situación y les dijo cual era el plan: una emboscada. Héctor Mario Gadea; Ricardo Jesús Chávez; José Luis Antilaf; Alejandro Schmeisser; Osvaldo Raúl Sánchez; Néstor Fabián Millaqueo y su hermano José Luis Bobadilla, lo escucharon atentamente.
Los policías, todos vestidos de civil, decidieron utilizar el auto particular de Gadea para movilizare. Era un Peugeot 504. Dos de ellos utilizaron otro vehículo particular, que nunca fue identificado claramente. Se dirigieron hasta la casa de Miriam Medina, ubicada en Los Colihues 1105, lugar conocido como La barda del Ñireco.

Los policías se ocultaron y esperaron, mientras en los hogares se disfrutaba la cena de Nochebuena.
Cerca de las 23.30, cuando los primeros petardos comenzaban a estallar, llegó un Renault 18 color claro. A bordo estaban José Pedro Figueroa, Daniel Omar Palma, José Oyarzo Navarro y Florentino Jaramillo Oyarzún.

La ejecución

El auto se detuvo a unos 20 metros de la casa. Florentino Jaramillo Oyarzún fue el único que bajó del auto y caminó hasta la casa de Medina. Antes de llegar, fue interceptado y reducido por el oficial Bobadilla, el cabo Schmeisser y, posiblemente, el cabo Millaqueo. La maniobra pasó desapercibida para los que habían quedado en el Renault 18.

Los policías llamaron a Miriam Medina y le preguntaron si conocía a Jaramillo Oyarzún. La mujer les contestó que no y luego le ordenaron que vuelva a entrar a la casa. Medina declararía meses después que, inmediatamente, escuchó tres disparos. Jaramillo Oyarzún había sido tendido en el suelo, boca arriba, y ejecutado de tres disparos en el pecho efectuados a 30 centímetros de distancia.

Simultáneamente el resto de los policías se abalanzó sobre el Renault 18 y comenzó a gatillar. Las pericias indicaron que los disparos se efectuaron entre un metro y un metro y medio de distancia.

En la hora siguiente y con la colaboración de otros policías que llegaron al lugar, el grupo de Bobadilla se dedicó a borrar pruebas. Se dispararon armas no identificadas y se las colocaron cerca de los cuerpos. Además se efectuaron más disparos con armas policiales. El objetivo era simular un tiroteo. Los vecinos del lugar, declararon después que los policías les gritaban que no salieran de sus casas, porque había un delincuente en las inmediaciones y que estaban persiguiéndolo.

La maniobra de modificar la escena, conjugada con el temor de los funcionarios judiciales de ganarse la enemistad de la policía, fue muy efectiva. La causa fue calificada como “homicidio en agresión”. Como si las muertes se hubieran producido en un enfrentamiento armado.

La causa fue juzgada con esa figura penal un año después por la Segunda Cámara del Crimen, que condenó a Jorge Saúl Bobadilla a seis años de prisión; a Ricardo Jesús Chávez a cuatro años y a Héctor Gadea, José Luis Bobadilla y José Luis Antilaf a la de 3 años y 6 meses, mientras que se absolvió a Osvaldo Sánchez, Alejandro Schmeisser y Néstor Millaqueo. Sin embargo el juicio fue declarado nulo tiempo después por el Superior Tribunal de Justicia por errores procesales y, tras años de espera de un segundo debate, la causa fue declarada prescripta por la Corte Suprema.

La única justicia

Al contrario de la causa contra los policías, la que tuvo como imputados a los primeros detenidos por el grupo de Bobadilla por el asalto a la empresa Tres de Mayo, sí fue juzgada y sentenciada. Allí se pudo determinar que alguno de los que fue ejecutado por el grupo de Bobadilla, no había participado en el asalto.

Ese expediente acumuló 4 cuerpos y una sentencia anulada. Finalmente culminó con la absolución de Oscar Horacio Báez y José Andrés Otarola.

Juan Javier Figueroa, por ser menor al momento del hecho, fue declarado responsable y luego se le aplicó la pena de 7 años de prisión efectiva.

Pablo Martín Figueroa fue condenado a 15 años de prisión efectiva. El 9 de octubre del 98, a las 6 de la mañana en la celda 314 del pabellón 7 de la Prisión Regional U.9 de Neuquén, su cuerpo apareció colgando del cordón de una zapatilla. Su deceso se había producido 8 horas antes. 

Según informes médicos e internos de ese penal, 3 días antes se había autolesionado bajo los efectos de una aguda crisis depresiva. Nadie le prestó mucha atención a esa muerte.

Fojas amarillas

En 1993 Enrique Sánchez Gavier fue el fiscal de Cámara de la causa de la Masacre de Nochebuena. Cuando se anuló la sentencia, se sintió defraudado. “Trabajé mucho. Es una de las causas más importantes, graves y traumáticas que tuve en mis manos”, dijo 11 años después, cuando se intentaba conformar otro tribunal para un nuevo juicio, cosa que finalmente nunca ocurrió.

“Fue una ejecución, no hay dudas”, sostuvo en ese momento.

Después, solos en su despacho con el periodista que lo entrevistaba, se levantó de su silla, fue hasta una caja polvorienta y sacó un paquete de 218 hojas amarillas. Era la sentencia anulada. “Guardé esto durante 11 años y no sé por qué. Tomá, llevátelo. Algún día podrás escribir algo”.

El fiscal Sánchez Gavier ya se ha jubilado. Ahora vive en Córdoba.

Es el momento de contar la historia. 

Enrique Pfaab